La regulación de los gigantes tecnológicos

La regulación de los gigantes tecnológicos

Un debate con «The Economist»

«Regulating the Tech Titans» (la regulación de los gigantes tecnológicos), nuestro debate con «The Economist» en Bruselas, se celebrará el 21 de junio.

Antes de la sesión, merece la pena exponer algunas de las preguntas que pondrán a prueba al panel y a las que nos tendremos que enfrentar cuando pensemos en la forma en que debe aplicarse la legislación sobre competencia (o la legislación económica en general) en el mundo digital. Hay dos preguntas que destacan.

¿Se ha producido alguna novedad?

¿La economía digital, y en particular las plataformas tecnológicas globales, funciona de manera distinta? ¿O ya lo hemos visto todo antes? Consideremos los efectos de red. El aumento de la participación en cualquier plataforma impulsa su atractivo, pero no nos encontramos ante un fenómeno nuevo; del mismo modo que las plataformas bilaterales tampoco son ninguna novedad. Los efectos de red han estado a la orden del día en un gran número de mercados durante mucho tiempo, sobre todo en servicios públicos como la energía y el transporte, así como en mercados bilaterales como los que encontramos en los sectores multimedia y de telecomunicaciones. Cuando los organismos reguladores entran en dichos mercados suele producirse un claro problema de monopolio. Por ejemplo, la inversión necesaria para establecer una red eléctrica o ferroviaria que haga la competencia no está al alcance de los medios de ningún posible candidato. Esto no tiene por qué ser así para el desarrollador de nuevas aplicaciones. Resulta tentador considerar una combinación de grandes cuotas de mercado de los titulares, consolidadas por los poderosos efectos de red, y extraer la conclusión de que la intervención reguladora es imprescindible.

Pero, ¿con cuánta convicción podemos afirmar que se ha perdido cualquier esperanza de encontrar una solución de mercado cuando una plataforma en línea establece una posición dominante? La tecnología digital ha crecido a un ritmo asombroso desde principios de milenio. Lo que diferencia tanto a las plataformas en línea de los mercados de las plataformas tradicionales es el hecho de que pueden expandirse con rapidez y de forma económica. Los nuevos servicios pueden pasar de cero a cientos de millones de suscriptores de la noche a la mañana, lo que hace que estos mercados sean muy proclives al cambio. Esta característica puede provocar que se establezca una única empresa dominante, pero la capacidad de crecer de forma rápida y económica supone una gran tentación para los posibles rivales.

Entonces, ¿cómo podemos saber si nos encontramos frente a un nuevo Microsoft o MySpace? ¿Se debe intervenir o no? Ambas opciones entrañan un riesgo considerable para la salud de la competencia en dichos mercados. Por otra parte, permitir el dominio indiscutible de las principales puertas de enlace al mundo online implica el peligro de generar situaciones ineficientes que ralentizan el ritmo de nuestra economía digital y reprimen su diversidad. Del mismo modo, la regulación estricta del acceso a estas plataformas supone quizás la forma más segura de acabar de manera definitiva con la verdadera competencia: ¿para qué arriesgarse a invertir millones (o incluso miles de millones) en el siguiente «pelotazo» cuando en su lugar se puede comprar un producto de acceso?

Una vez construida una red eléctrica, queda claro que nadie va a copiarla. El caso de la regulación es sencillo. Lo que diferencia a las plataformas digitales es el desconocimiento. ¿La competencia está a la vuelta de la esquina o no? A diferencia de los mercados físicos, no existe ninguna prueba fácil para comprobar si los precios del mercado aguantarán o no el coste de la nueva infraestructura. Y, de cualquier modo, independientemente de quién sea el próximo competidor, su modelo de negocio no se va a parecer en nada al que sustituya.

¿Puede ser peor el remedio que la enfermedad?

Supongamos que nos enfrentamos a un problema y llegamos a la conclusión de que es necesario hacer algo: nos encontraremos con más incertidumbre y riesgo. Durante la primera mitad del siglo pasado, se construyó un movimiento político con el objetivo de desafiar a las empresas dominantes. Su solución era sencilla: separarlas. Los conversos renacidos que profesan esta religión contra el monopolio (que adopta ahora el apodo de la escuela de pensamiento «New Brandeis») quieren asumir el mismo planteamiento radical frente a los gigantes tecnológicos. El atractivo es obvio: divide una empresa dominante en dos o más rivales con capacidades similares y obtendrás la receta de la competencia instantánea. O bueno, quizás no sea así si se tiene la creencia de que la fuente de dominio eran, en primer lugar, los efectos de red combinados con la tendencia de los mercados a inclinarse drásticamente en una dirección. Este drástico modo de proceder provocaría la aparición de todos los costes devastadores para la eficiencia resultantes de una separación complicada y es posible que solo fuese una prórroga temporal hasta que los consumidores se decantasen por la opción más fuerte salida del proceso regulador.

Esta situación nos hace preguntarnos por los remedios alternativos. Si una plataforma en concreto se ha convertido en una puerta de acceso imprescindible para el comercio digital, quizás el acceso regulado supondría una solución lógica. Así es como los organismos reguladores del sector de las telecomunicaciones de todo el mundo han supervisado el acceso a los cables que ofrecen banda ancha y línea telefónica. No obstante, este planteamiento entraña muchas dificultades en el mundo online. ¿Cuál es exactamente el producto al que se debería garantizar acceso y en qué condiciones? ¿Cómo se puede fijar el precio de acceso sin ofrecer a los participantes algún obsequio gratuito por parte del propietario de la plataforma? Y, tal y como se ha indicado antes, en cuanto se disponga de un régimen obligatorio de acceso, se podrá ofrecer una ruta sencilla de comercialización para los participantes que acabe con su estímulo de fijarse aspiraciones altas y desafiar a la propia plataforma dominante.

De hecho, si esta tendencia al cambio de los mercados de las plataformas digitales se corresponde con su forma de trabajar, la protección del proceso competitivo se convierte en el proceso de proteger la propia innovación competitiva. De ahí que las preocupaciones se centren en el «autofavor» (utilizar una plataforma para favorecer un nuevo servicio en un mercado conexo) y las adquisiciones de conglomerados. Los críticos consideran este tipo de movimientos tácticas cínicas de las empresas dominantes decididas a acabar con cualquier brote verde que crezca entre la competencia y, por ello, solicitan una regulación más estricta incluso si tales acciones no reprimen la competencia de manera directa u obvia.

Pero, de nuevo, los riesgos de la intervención frente a la no intervención no tienen una única cara. Las plataformas digitales globales son máquinas fiables que aceleran la innovación y tardan muy poco en hacer llegar los nuevos servicios a una base de usuarios compuesta por miles de millones de personas. Precisamente pueden hacerlo gracias a su capacidad de aprovechar la plataforma. Si no actuamos y esperamos a que los brotes verdes crezcan por sí solos, acabaremos esperando mucho tiempo hasta ver que todo florece.